La fiesta anal de mamá. Spanish Erotica

 Unos meses antes había tenido lugar la boda del primo Sebastián. A pesar del opí

paro banquete, hubo varias mujeres que se quedaron hambrientas. (Ver Celebraciones Familiares l y ll)

Hay un refrán que dice: “Cría fama y échate a dormir”. Pues bien, este dicho popular se puede aplicar a muchos tipos de éxito y reconocimiento, como el sexual. Si se corre la voz de que, además de saber arreglar casi cualquier cosa, se te da bien follar, el resultado será que las mujeres de tu familia ya no te dejarán en paz.

Me llamo Alberto y llevaba más de diez años felizmente casado con Teresa la primera vez que le fui infiel, sorprendentemente por culpa de su modosa y educada prima Piedad. Confieso que el primer sorprendido fui yo mismo, Piedad era y es catequista en la parroquia además de tocar la guitarra en el coro del pueblo.

Durante la boda de su hermano Sebastián, presuntamente desinhibida por los Gin-Tonics, aquella mosquita muerta se comportó como una auténtica ninfómana. Al parecer, mi esposa había tenido parte de culpa, ya que Teresa le había explicado con pelos y señales qué tal me lo monto en la cama. Naturalmente la cohibida Piedad, que era buena pero no tonta, quiso comprobar por sí misma lo que mi esposa le había contado.

Excitado por aquella exuberante hembra, me dejé guiar a un rincón de la discoteca. Mi intención no era otra que comerle la boca a la primita de mi esposa, nada más. Sin embargo, Piedad no se conformó sólo con eso, sino que con un alarde de audacia la muy zorrona consiguió liberar mi contundente erección y metérsela en la boca. Evidentemente, una vez que la gazmoña catequista comenzó a chupar mi miembro intensamente, ya me fue imposible poner fin a aquella locura.

Por suerte o por desgracia, el azar quiso que dos muchachas nos descubrieran mientras Piedad me mamaba la verga como loca. Una de ellas era Carla, sobrina de la mujer que en ese instante tenía mi miembro viril dentro de la boca. Cuando mi mirada se cruzó con la de la muchacha, lejos de incomodarme, la miré con orgullo. Orgullo de tener a su disciplinada tía Piedad comiéndome la polla.

Con una mano le aparté a Piedad el pelo de la cara. Mi intención no era sólo que no le molestara, sino que su sobrina pudiera ver bien lo que estaba haciendo y cómo lo hacía. Ante los atónitos ojos de Carla y de la otra muchacha, quise dejar claro la clase de hombre que era. Aquella fue la primera vez que intuí lo que iría concretándose con el paso de los meses. Esa noche empecé a convertirme en el hombre de las Villalaín.

Tiempo después, en un gélido mes de febrero toda la familia se congregó para celebrar la mayoría de edad de la joven Carla. Como soy el manitas de la familia, tuve que hacer unos arreglos en la desvencijada casa de campo. Mientras, mi mujer, su prima Piedad y Maria-Luisa salieron a dar un paseo. Cuando empezaron a describir los trapitos que se habían comprado en las últimas rebajas, mi mujer volvió a irse de la lengua.

― Sí, sí… El abrigo es chulísimo, pero lo que más le gustó a Alberto fue el conjunto de lencería y las medias de liga —y, en tono de confidencia, mi esposa añadió— ¡No os imagináis cómo me arrancó el tanga!

― ¡Jo, que bruto! —suspiró su prima— ¡Qué envidia! ¡Ojalá Paco me hiciera eso!

― Como sois, ni que tuvieseis veinte años —renegó Maria-Luisa, la mayor de las tres.

― ¡Ja! —exclamó mi esposa— Nos gusta el sexo. ¡Qué le vamos a hacer!

― Pues aguantaros, igual que todas —sentenció Luisa.

 ¡Aguantarme, dice! iSi se me pegan las bragas en cuanto le veo la verga! —se quejó mi mujer.

― ¡Qué burra eres! —la reprendió Maria-Luisa de nuevo.

Mi mujer prosiguió su relato y Piedad se partía de la risa. En cambio, la mujer de Alfonso ponía cara de resignación.

― Pues resulta que Alberto estaba viendo una peli y me apeteció hacer un experimento. Las tetas bien apretadas, las braguitas enseñando medio culo, las medias de elástico y encima… el abrigo y ya.

― ¡Menuda eres…! —profirió su prima.

― Pues bien, fui para el salón y me puse delante del televisor —prosiguió mi esposa— Entonces, él preguntó enfadado: “¿Qué haces?” y yo le pedí su opinión sobre mi abrigo nuevo.

¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! —rio Piedad.

― ¡Qué valor tienes, mujer! —rezongó la otra.

― Como os podéis imaginar, Alberto enseguida respondió que sí para que le dejase seguir viendo la peli… pero entonces me quité el abrigo y… ¡Tachán! A qué no sabéis qué pasó.

― Que se tiró sobre ti como un lobo —respondió Maria-Luisa— Son todos unos salidos.

― ¡Con lo bueno que está tu esposo! ―suspiró Piedad― ¡…y no te molestes, prima!

A Maria-Luisa le costaba reconocer a su cuñada. Desde que su suegra se había largado al asilo, Piedad había experimentado un cambio de ciento ochenta grados. Al principio dio la impresión de que a Piedad le hubiera quedado un gran descanso, pero en su opinión, la cuñada se estaba descocando demasiado. Una cosa era la libertad, y otra muy distinta el libertinaje.

Por otra parte, a Luisa no le extrañaba. Su cuñada Piedad había estado más muerta que viva unos años atrás, y la culpable no era otra que su madre. Caridad se había encargado de espantar a todos los pretendientes de su hija, en especial a aquel albañil tan atractivo por quien su cuñada había perdido el corazón, la cabeza y hasta las bragas.

― No te preocupes —respondió mi mujer— Sé de unas cuantas que se pasarían el día comiéndole la polla.

― ¿Y dónde hay que apuntarse? —inquirió su prima echándose a reír de manera escandalosa.

Mientras Teresa y Piedad se morían de la risa, Maria-Luisa refunfuñaba ante lo explícito de la conversación. La mayor de las tres se sentía incómoda hablando de hombres y de sexo. Según ella, eso debía guardarse para la intimidad.

― ¡Qué idiotas sois! —se quejó Maria-Luisa— En lugar de disfrutar de tener a un hombre a vuestros pies y atento a cumplir vuestros deseos, sois vosotras las esclavas.

― Esclavas sí, pero de nuestro propio placer —puntualizó Teresa.

― Justo lo contrario —la corrigió Maria-Luisa— El placer te acaba dominando, te hace débil y estúpida. Las mujeres estamos hechas para controlarles racionándoles lo que más les gusta.

― ¡Qué perversa! —le recriminó Teresa en esta ocasión.

― Cada una disfruta a su manera —opinó Piedad con aire místico— Unas del poder sobre ellos, y otras montadas encima de ellos.

― Bueno… —continuó mi esposa— Pues Alberto se sacó la polla y me hizo chupársela hasta que hicieron una pausa publicitaria.

― ¡Qué suerte! —exclamó Piedad, sonriendo.

― “Volvemos en 7 minutos”. No sé para qué narices te avisan —dramatizó mi mujer— El caso es que Alberto me puso a cuatro patas y me folló mientras veía los anuncios… ¡Tres orgasmos en siete minutos! ―exclamó con pasmo.

Caminaban a paso ligero, igual que si fuese la hora de recoger los niños del colegio. Maria-Luisa no dejó de refunfuñar por la actitud de mi esposa. A ella eso le sirvió de acicate para inventarse algunos detalles con intención de enojar aún más a la mujer de Alfonso. Mi mujer puso esmero en describirse como una esposa alocada y sin complejos sexuales, a diferencia de la austera esposa de Alfonso. Teresa no vaciló en confesar que a veces se comportaba como una esposa sumisa que goza recibiendo tirones de pelo y azotes en el culo, que era capaz de demandar a su esposo que la atase, que le hablase de forma obscena, que la tratase con firmeza y sin contemplaciones…

En cuanto a mí, los encargos de Maria-Luisa me tuvieron toda la mañana currando como un condenado. Entre poner un enchufe, colocar burlete en todas las ventanas, topes en algunas puertas y poner aceite en las bisagras, el tiempo se me pasó volando. Pero no me podía quejar, la mamada de su hija compensó de sobra todas las tareas que me había encomendado.

Como ya dije, no soy de esos a los que les gustan las jovencitas sino más bien lo contrario, pero cuando una muchacha bien formada te provoca no hay que ser imbécil. Un hombre debe dar la cara cuando una hembra pide sexo. La muchacha era perfectamente consciente del efecto de sus curvas en los hombres. A sus diecisiete años, la hija de Maria-Luisa no sólo era aplicada con los libros si no también con una buena polla metida en la boca. Tal y como ella misma me confesó, la delgada y estudiosa muchacha solía mamársela a su profesor de alemán, así que no, no tuve ningún remordimiento por dejar que la muchacha saboreara también mi verga.

En fin, todavía me quedaba lo del grifo de la cocina, pero además de estar abarrotada ya se había hecho la hora de comer. De modo que debería dejarlo para más tarde.

Durante la comida, Maria-Luisa dijo con orgullo que Carla iba a comenzar los estudios de medicina, la carrera universitaria con la nota de corte más alta. Aquella noticia me inspiró una gran idea.

Tras consultar con mi mujer, sugerí a Maria-Luisa que Carla se viniese a vivir con nosotros mientras estudiaba en la universidad, así su primo Alfonso se ahorraría una considerable cantidad de dinero. Además, en nuestra casa la muchacha no tendría que preocuparse de cocinar, solamente debería limpiar y mantener el orden en su habitación.

Al oír mi sugerencia, la muchacha se mostró entusiasmada. Carla se entendía muy bien con mi mujer, mucho mejor que con su madre con la que tenía peloteras casi a diario. Mi mujer y yo vigilaríamos que la chica se mantuviera centrada en sus estudios como hasta ese momento, estaríamos encima de ella, alerta a que no se descarriase por las noches de fiesta o las malas compañías.

Sin embargo a Maria-Luisa mi idea no le hizo ninguna gracia. La esposa de Alfonso empezó a enumerar cosas en contra que no pude discutir, no porque tuviera razón si no porque llevaba un vestido azul con un escote tremendo y yo no soy capaz de discutir con una mujer que va enseñando las tetas. De todos modos había algo más detrás de aquella tajante y absurda oposición, algo que a mí se me escapaba.

De todas formas aquella polémica pronto derivó en una acalorada discusión madre/hija en plena celebración familiar. Mientras la madre se enconaba en su decisión de meterla en una residencia de estudiantes católica, la joven Carla defendía su derecho a decidir donde quería vivir. Maria-Luisa se empeñaba en que esa era la mejor opción, barata, tranquila y ordenada, pero para su hija mayor una residencia religiosa era poco menos que una cárcel o un reformatorio. La madre trataba de imponerse a la hija mientras que el padre se mantenía neutral, intentando en vano que ambas comprendieran que no era el momento más oportuno. Una explicaba que era la mejor opción y la otra que no para ella, la madre justificaba que ellos seguían siendo sus padres, y la hija contestaba que ya era mayor de edad. Maria-Luisa tenía claro que no la iban a dejar a su aire, y Carla les exigía que confiaran en ella. Total que al final la terca señora y la muchacha rebelde acabaron a gritos, hasta que Carla le echó en cara a su madre que era una amargada que no disfrutaba de la vida, y que pretendía que ella hiciera lo mismo.

Esa  fue la gota que colmó el vaso. La madre de Carla no podía recordar cuantas amigas había perdido por ser el bicho raro, por ser la única que no salía de fiesta, la única que no bebía, que no fumaba marihuana ni se acostaba con chicos. Su madre siempre le había dicho que la virtud la haría feliz, pero ella siempre se había sentido desdichada. Por los consejos y enseñanzas que había recibido de su madre y las monjas, Maria-Luisa siempre había llevado una vida tan sencilla y anodina como colmada de privaciones.

Se hizo un incómodo silencio que, afortunadamente, el marido de Piedad se encargó de romper antes de que la discusión pasara a mayores.

― ¿Quién va a tomar café? —preguntó Paco sin dirigirse a nadie en particular.

En ese momento yo no lo sabía, pero Carla acababa de provocar un nuevo giro de los acontecimientos. Acababa de conseguir lo que mi maliciosa esposa no había sido capaz, es decir, quebrar la entereza y rectitud de su madre. Aquel reproche de Carla hizo saltar la chispa que originaría un tremendo incendio en la cama de Maria-Luisa.

Mientras estábamos disfrutando del café, mi hija pequeña entró corriendo en el salón y gritó:

― ¡Está nevando! ¡Está nevando!

Todos corrieron a asomarse a la ventana y uno tras otro fueron saliendo al patio. Yo, en cambio, pensé que era el momento de ir a la cocina y terminar lo del grifo. Si sólo se trataba de cambiar la junta, sería un momento.

No había hecho más que empezar cuando Maria-Luisa se presentó de improviso. Avergonzada por su actitud descortés ante nuestro ofrecimiento a alojar a su hija, se disculpó mirándome a los ojos de un modo extraño. Era obvio que Luisa se sentía incómoda. Yo deseaba que se sintiera a gusto, de modo que mentí. Le dije a Maria-Luisa que probablemente su hija estaría mejor en una residencia de estudiantes tal y como ella opinaba. Mentira, allí sería donde más distracciones iba a tener.

Con un súbito cambio de humor, la mujer de Alfonso me felicitó por lo bien que habían quedado las ventanas. Bromeando, yo le comenté que entre el antiguo mobiliario y los chirridos de las puertas, aquella casa parecía la mansión de los Drácula. La verdad era que tenía que esforzarme para no mirarle las tetas.

To be continued....